Cientos de escalones habían pasado debajo de mis pies, podía ver hacia adelante muchos más, una escalera infinita, sentía curiosidad, sensación de gozo al poder descubrir qué me esperaba.
A mi izquierda y derecha, ésta se extendía sin fin.
Subí muchos escalones, y de pronto, cuando esa neblina que no me dejaba ver hacia adelante comenzó a disiparse, ya sin peldaños por delante, descalzo, sentí la tibieza de la madera, y luego la suavidad de una arena fresca, que se me colaba entre los dedos.
Cuanto más caminaba, la neblina se hacía menos densa, hasta que desapareció. Estaba parado frente a un mar de verde intenso, el cielo de celeste furioso, apenas manchado por nubes aisladas, redondas como la luna llena.
Volteé mi mirada buscando la escalera, y en su lugar, había una tupida selva, giré hacia todos lados, sólo selva, arena y mar, ni un ruido, nada, del mar no llegaba el ronroneo de las olas, de la selva no venía canto alguno, tampoco sentía la brisa golpear mi cuerpo.
Empecé a caminar hacia el mar, quería tocar ese verde intenso, sentir su calor. A mi paso iban surgiendo desde la arena unos seres extraños, tenían dos inmensos ojos, redondos como platos, que le daban un aspecto simpático y gracioso, sus cuerpos eran cilíndricos. Cuando me quise acercar se hundieron en la arena, que se deslizaba sin dejar huella alguna.
Al llegar al mar, pude caminar sobre él, aparecieron peces que rodaban sobre el agua. Eran de colores intensos, brillantes y algunos pastosos, sus formas pasaban desde un rombo, a círculos y a cuadrados, con alas que parecían ruedas.
De repente, empezaron a volar aves sobre mi cabeza, me hacían un juego de recibimiento, dibujaban piruetas en su vuelo y se tiraban en picada a la arena desapareciendo en ella, pero apenas desaparecían empezaban a surgir nuevamente los cilindros ojudos, y detrás de ellos pelotas con dos patas cortitas y una boca que cubría todo su ancho.
El mar empezaba a agitarse. Las olas corrían en zigzag y sobre ellas delfines patinaban hasta llegar de panza a la arena.
Desde lejos vi venir un majestuoso carro conducido por una hermosa mujer, tirado por ocho caballos blancos de crines doradas, lo acompañaban dos aves con alas inmensas, que desplegadas, superaban los dos metros, guiándolo por el sendero entre la arena y el verde de la selva. Ellas llegaron antes y se pararon con sus alas tocando el suelo haciéndole guardia al carro que estaba por arribar.
Ella, me invitó a subir. Viajamos por mucho tiempo, sin tocar el piso. Los caballos trotaban a más de veinte centímetros de la arena, sus ruedas giraban tan velozmente que los rayos no existían y parecían dos aros suspendidos en el aire. Era hermoso, de repente me di cuenta de que la bella mujer que lo conducía no estaba, que sus riendas se mantenían erguidas como si alguien las sostuviera, pero no había nadie. Empecé a tener miedo. El mar seguía a mi derecha y la selva se mantenía a mi izquierda, por delante se confundían, era la misma sensación que en la escalera.
Me recosté sobre el sillón mullido de plumas y almohadones de muchos colores, miré ese cielo de celeste extremo, me dejé llevar por el placer, y me quedé profundamente dormido.
2 comentarios:
¡gracias, hugo!
un beso, graciela!
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