sábado, 11 de octubre de 2008

Yejida, por Liliana Savoia


El crudo aroma de la tinta fresca me trae a la memoria a Yejida.
Una ciudad de hojas de papel. Un caleidoscopio de letras, frases y metáforas.
Un laberinto de páginas delicadamente resistentes como la historia de los pueblos que no callan. Que dicen nunca más. Que no se olvidan de las promesas y la defienden con su vida, con sus entrañas.
Una ciudad fortaleza donde el dolor se hace música y se convierte la sangre en mil estrofas que cantan a coro las gaviotas con sus alas blancas.
Una ciudad de Derechos, donde nadie humilla al otro, se respetan las opiniones, donde no hay diferencias de clases y el pan no falta en la mesa de cada día.
La alcaldesa viste riguroso negro de pies a cabeza, llevando en su frente el orgullo de su joven viudez provocada si razón. Les juro que conmueve y da tristeza. Su casa como los de otros muchos habitantes es de áspero papel de diario y en sus paredes pueden leerse los titulares más escalofriantes que jamás se hubieran deseado leer.
Otras casas están construidas en papel de arroz, ambarinas y casi transparentes como las almas solidarias de los que habitan en ellas.
Nunca llueve y el clima es tan benévolo que una suave brisa acaricia días y noches lo que ayuda a sus habitantes a movilizarse porque nadie camina por las calles de Yejida sino que se colocan dos enormes alas de papel vegetal y así emprenden sus viajes cotidianos, volando como gaviotas de Norte a Sur y de Este a Oeste.
Para llegar a ella hay que atravesar una serpenteante muralla de libros. Miles, millones de libros rescatados y mutilados dan forma a los atalayas de Yejida, donde vigilantes, los ciudadanos rotan por turno las días para custodiar a la ciudad de posibles invasores.
Siempre están alerta de que puedan volver los oscuros señores de uniformes, aquellos que cabalgando caballos verdes y cantando himnos del Norte, siempre están ávidos de fogatas y de desapariciones.