martes, 5 de agosto de 2008

El jardín, por Cecilia Muñoz




El jardín desea ser visto. Tiene una fuente donde el agua no deja ver su ancestral transparencia. No hay flores, en su lugar muchas plantas verdes intentan una unidad cromática aunque sin lograrlo. Una estatua se erige con vitalidad en el centro, tan sin vida que parece observarnos en su eterna belleza sin ojos. En el jardín que deseo ver hay hadas que no se muestran y nos murmuran al oído que allí están, con su aleteo fugaz dicen que nunca estamos solos realmente.
El jardín está encantado. Nosotros estamos fascinados con su encanto, de tal forma que esta fascinación hace que algo en él nos resulte casi abominable, sin que podamos abandonarlo en la soledad de lo inexistente. Allí hace un frío apacible que nos provoca un sentimiento incierto pero indudablemente presente. Son los pájaros los que vuelan al ritmo de las mujeres aladas y sin nombre, y cuando posan en cualquier parte su belleza nos resulta exagerada.
El jardín suena a violín. Su placentera armonía puede escucharse a medida que avanzamos entre las plantas, cuando sin querer nos enredamos en un laberinto que nos llega a los tobillos y así y todo no podemos evitar el placer de perdernos en él por un buen rato.
El jardín tiene un secreto innato: quizás no existe. Pero como no queremos hablar mas de él, para verlo necesitamos, al menos, (d)escribirlo.